BAR FAVORIT Nº 5: Eva
Bar 9506640, Guillem Tell / Vallirana

Cuando Alicia convocó el concurso empecé a escribir sobre una bodega, la bodega del Pedro, situada en la confluencia de las calles Verdi y Rubí. Sin embargo la vida me ha llevado a contar otra historia, esta que os mando. Sé que no cumplo con las bases de la convocatoria. Sé que no debería participar. Sin embargo aquí estoy, y si lo hago es para agradecer el llamamiento de Alicia, que me ha ayudado a escribir algo que hace mucho que quería contar.

Mi bar.
9506640

Lo conocí de manera accidental. Está situado en la esquina de las calles Guillem Tell y Vallirana, a una manzana del centro de día al que de martes a viernes llevo a mi madre para que traten de frenar el deterioro que le provoca el Alzheimer. Una mañana, no puedo precisar cuál, me vi forzada a entrar. Fui a buscarla a eso de la una y nada más iniciar el camino me dijo que no iba a aguantar las ganas de orinar hasta llegar a casa. Husmeé la zona y al verlo decidí –ya le había echado el ojo– que era el mejor lugar para ir al baño. Vengan siempre que quieran, nos dijo el dueño mientras nos abría la puerta. Y no hace falta que consuman. Agradecí su gesto y, cuando alzando las cejas me dio diversas palmadas en la espalda y me preguntó “¿Eres su hija, no?”, advertí su complicidad. Asentí con la cabeza y un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando la besó, la rodeó con su brazo, y le dijo:
–¿Qué pasa, gallega? –Nos había oído hablar–. Me llamo Agustín y aquí me tiene, para lo que sea.
Suspiró de un modo tan intenso que sentí que le había hecho un boquete en una herida abierta. Deduje que había tenido algún familiar con la misma enfermedad y que aquella estampa le había traído recuerdos dolorosos, punzantes.
El encuentro provocó que en días sucesivos nos saludáramos e intercambiáramos comentarios sobre el tiempo. ¿Qué tal, Agustín? Aquí, matándome, me decía cuando lo encontraba fumando apoyado en el umbral de su puerta. No tenemos invierno este año. No, no tenemos invierno. Tanto coche, tanta fábrica, a saber en qué acaba esto. Una semana después nos invitó a boquerones. Nos sirvió un vermú y mientras lo tomábamos nos contó que era viudo. ¿Lo veis? Llevo la camisa sin planchar y ni ganas tengo de ponerme zapatos, añadió señalando sus alpargatas de cuadros. En aquel momento vi en una de las paredes un póster de Almazán así que para animarle le hablé de cómo me había gustado el que supuse su pueblo natal. Se entusiasmó de tal modo con mis comentarios que acabó regalándome embutido casero que su hermana le había mandado de allí. Repetimos la escena en diversas ocasiones y entre aceitunas y almendras hablamos, hablamos y hablamos. Mi madre se reía porque Agustín, mientras limpiaba el mostrador o la cafetera o ponía a enfriar las cervezas, le hablaba de las fiestas de su pueblo y de los bailes. Aquellas conversaciones provocaban que mi madre nos sorprendiera recordando historias de cuando era joven y que a menudo y entre risas se arrancara a cantar coplas. Un día nos hizo pasar. Sacó un radiocasete de la trastienda, lo puso en marcha y la sacó a bailar. Sonaba la voz de Pastora Imperio. Las carcajadas de ambos me hicieron enmudecer. Sólo pude hacer un comentario: Agustín, ¿y la cojera?, a lo que me respondió:

Hasta que el pueblo las canta,
las coplas, coplas no son,
y cuando las canta el pueblo
ya nadie sabe el autor.

Al cabo de un mes me pidió ayuda. No me siento bien, me dijo. La gota, ya sabes. La pierna. Le ayudé a limpiar los cristales de la graven y le llevé café a los porteros de las fincas vecinas, a la farmacéutica, al barbero y a la esteticien. A este ponle dos de azúcar y a este un chorrito de leche. Y vete a mirar si está Antonio, el del taller de motos, y si está llévale un descafeinado.
Hicimos muchos aperitivos, tantos, que acabé por sentir mío el bar. Muchas mañanas, después de dejar a mi madre en el centro, una fuerza me empujaba a entrar, pedir un café y escribir hasta que llegaba la hora de ir a buscarla. Entre las once y las doce no solía haber nadie. El silencio sólo se interrumpía con los cantos de las máquinas tragaperras, la voz de la máquina de tabaco y el rugido de la máquina de vapor con la que Agustín se calentaba un batido que se tomaba a las doce. ¿Qué lees hoy? me preguntaba sin escuchar la respuesta. Pues mira, a un escritor de tu tierra, le mentía mientras luchaba por evitar que se diera cuenta del engaño. Sobre las dos la bodega cambiaba: se iban los abuelos y se atiborraba de banqueros y oficinistas que llegaban con intención de comer los platos de Otilia, la cocinera, que preparaba un somarro de cordero que extasiaba a todo aquel que lo probaba.
Allí me sentía recogida, acurrucada, integrada en una esfera donde el dominó, las cartas y el vino rancio se alineaban en una franja eclíptica, donde las mesas de mármol, labradas por el tiempo, los fluorescentes, parpadeantes, y las barricas, apiladas en forma circular, seguían la órbita de Agustín y se aliaban con los clientes formando una conjunción planetaria. Allí se detenía el tiempo. Allí afloraban mis ideas. Allí, mientras las sillas de formica agujereaban mis faldas y algunos tomaban un vino o jugaban a las cartas o hablaban de su vivir, allí, con aquel aroma, nació Sara, la protagonista de la novela que quizás nunca llegue a acabar.
No sé qué va a ser de Sara. No sé dónde está Agustín. Al volver de vacaciones, colgado en la persiana del bar, un letrero escrito a mano rezaba: Cerrado por enfermedad. No pude averiguar nada. Pregunté aquí y allá y nadie me supo decir.
Hace diez días se me acercó el barbero.
–No mires más –me dijo–, Agustín no volverá. Está ingresado. Lleva cerca de tres meses con una crisis nerviosa. Le entró un ataque de ansiedad al decirle su neurólogo que no sólo estaba deprimido sino que tenía un principio de Alzheimer.
–¿Puedo verle?, ¿sabe dónde está? –pregunté entendiendo porqué Agustín contaba y recontaba los euros de su cajón de madera.
–Vino a buscarle su hermana y está en Almazán, con los suyos.

PS: Mi madre no le recuerda. Pero si algo averiguo me la llevaré a Almazán.

A mi madre y a Agustín.