El Nus, Mirallers amb Brossolí (el Born)
Hay un lugar, perdido entre las calles que conducen a Santa Maria del Mar, ajeno a la impronta corrosiva del tiempo y con una estética tan intimista, que llamó profundamente mi atención. Fue en una extraña y romántica noche de diciembre, una de aquellas noches en las que no esperas que suceda nada y acabas llevándote un pedazo de cielo bajo el brazo.
Ese mismo día por la tarde, recibí un mensaje de una vieja amiga que no había visto desde hacía mucho tiempo y reencontré la semana anterior mientras me dirigía hacia mi casa. Nos veríamos esa noche para rememorar momentos compartidos, lo que fuimos y lo que vivimos en todo este tiempo de ausencia mutua. Ambos teníamos mucho por decir y escuchar.
Salí de mi casa hacia su encuentro, con el entusiasmo de un niño recién salido de clase. Allí estaba. Nos regalamos unas sonrisas, y con la conversación, fluida y liviana como una dulce melodía, guiamos nuestros pasos hasta desdibujarnos por las céntricas calles de la ciudad. hablamos de ella, de mi, de nosotros, de sus novios y de mis novias. Sin darnos cuenta, comenzamos un inocente juego sobre un extraño damero fabricado por nuestro entusiasmo y las horas fueron cayendo como las piezas de un ajedrez.
Llegamos hasta la vieja iglesia dedicada a los marineros. Habíamos caminado con nuestras palabras más de tres kilómetros. Entonces comenzó a llover y decidimos adentrarnos en una de las calles que colindaban con el viejo templo en busca de algún bar que nos diera cobijo. Siguiendo la calle Mirallers, tropezamos con un pequeño local que la divina providencia nos puso en nuestro camino. La luz que emanaba de su interior nos sedujo hasta tal punto que interrumpimos el hilo de nuestra conversación y el ritmo de nuestros pasos. Con la mirada descansada en sus ojos la invité a entrar. Ella me devolvió el gesto con una sonrisa y ambos franqueamos la puerta.
A nuestra derecha, capitaneada por un clavel rojo, se extendía una barra de bar de roble oscuro, detrás de la cual, como pequeños trofeos se apelotonaban botellas de whiskey, brandi, vino tinto, una gramola, algunos discos de vinilo y una vieja radio macilenta que recordaba los nostálgicos y tristes años cincuenta. El camarero, nos saludo amablemente mientras servía en una copa de cocktail una bebida rojiza parecida a un Bloody Mary.
Al otro lado del pasillo, unas escaleras daban a un segundo piso, con mesas y sillas de diferentes tamaños y tipos. Subimos y nos sentamos en un rincón más sombrío sólo iluminado por una vela desnuda a punto de exhalar. seguimos enfrascados en nuestras historias y aventuras, cuidando cada palabra y gesto con delicados y elegantes ademanes. La música, jazz del bueno, se deshacía en florituras y lisonjas anegando nuestra curiosidad mutua con su voluptuoso sonido. Apenas recordábamos la razón primera de nuestro deseado encuentro y caímos en el redil de la noche, urdido por nuestro entusiasmo.
La vela, titilante y huidiza como aquellos segundos que se nos escapaban de las manos, exhaló el último suspiro. Acerqué mis labios con mis ojos clavados en su mirada de bosque y nos besamos, haciendo de aquel rincón un punto insólito en el universo. En aquel instante, el tiempo, ralentizado por nuestra conversación, se detuvo definitivamente. Aquella noche fue el preámbulo de un fin de semana inolvidable. Nos despedimos mientras moría el domingo y nunca más volví a saber de ella.
Resguardado del frenesí de las calles colindantes que lo envuelven, gélidas y terriblemente turisteadas, ahora, sólo me queda "el Nus" con sus paredes llenas de pequeñas historias inconclusas, pues, como digo, el tiempo nunca se detuvo allí. Eso sí, bajo el brazo, siempre llevo el pedazo de cielo que le robé a la existencia y que cada noche, como una carta de navegación, despliego para no sentirme perdido.